Cerca de 114 millones de puestos de trabajo destruidos y 120 millones de personas que han sucumbido a las fauces de la pobreza. La crisis económica provocada por la pandemia de coronavirus ya hace meses que se convirtió en una de las peores recesiones del último siglo. Pero como suele ocurrir con este tipo de implosiones económicas, no todas las personas se han visto igual de afectadas.

Existe una guerra entre quienes dicen que no hay una guerra y entre quienes dicen que sí la hay. Todo el mundo lo sabe. Las grandes tecnológicas, las farmacéuticas, las eléctricas han cavado sus trincheras. Enfrente, el Estado, y su defensa —con diezmados ejércitos— del interés general. Todo el mundo lo sabe.

Las pensiones son un material electoralmente inflamable. Se comportan con la mansedumbre de un mar de gasolina, hasta que la chispa de la incertidumbre las convierte en un océano llameante. Y ese fuego puede abrasar a cualquier gobierno. Casi nueve millones de electores tienen más de 65 años y otros seis millones ingresarán en ese tramo de edad en la próxima década. Pero el problema (electoral) no son ellos. Entre los mayores de 65 años, la preocupación por su pensión no supera hoy el 8% y la mitad de todos ellos juzgan satisfactoriamente la gestión de las pensiones, según el CIS.

“Y vosotros, ¿qué habláis en el recreo?”, preguntó un día la maestra y pedagoga vizcaína Nélida Zaitegi a su nieta, que estudia en una ikastola que enseña en euskera. “Hablamos euskañol, amama [abuela]”.